Saturday, March 8, 2008

La verdadera reina de la cocina


La belleza de la comida mexicana consiste en su flexibilidad—no es preciso usar medidas exactas. Es informal, festiva, y reconfortante. Sus sabores son audaces y picantes, sus colores brillantes. No es nada de aburrida, es hospitalaria, te da la muy bienvenida—como su gente. Si hubieras sido un invitado en la casa de mi mamá, vale más que te comieras lo que te ofrecía, y francamente, no hubieras querido rehusar, puesto que hasta el olor de sus frijoles pintos, cocinando sobra la estufa, te daban las ganas de comértelos directamente de la olla.


Ella, como muchas mujeres mexicanas de su generación, era una cocinera talentosa que nunca le gustaba la comida “pretenciosa” como decía. Ella creía en la simplicidad. No es que a ella no le gustaba la complejidad. A veces la comida mexicana puede ser compleja—todo lo que tienes que hacer es ver la lista larga de ingredientes del mole poblano, el platillo nacional de México, para apreciar esto. Lo que a mi mamá le gustaba era la simplicidad de la presentación, la autenticidad, y el buen sabor. Si uno quería cambiar algo y ser innovador, muy bien, pero siempre dentro de los confines del platillo, nunca alternando su carácter. Ella no pensaba que la buena comida necesitaba adornos innecesarios para que fuera deliciosa, tal como una mujer realmente linda no necesita un montón de maquillaje para mejorar su belleza.


Tan segura era ella en su habilidad, que dudo que les hubiera tenido miedo a los chefs famosos de la televisión, sabiendo que ella provino de una gran tradición culinaria. La cocina mexicana no depende de la tradición europea para su modelo, y nunca debería ser juzgada por sus estándares, aunque sí incorporó algunos de los ingredientes y platillos que los españoles trajeron al Mundo Nuevo. Una vez, cuando le platiqué a mi mamá que algún chef había escrito que él no consideraba la comida mexicana una de las altas cocinas del mundo, le dio un coraje de justa indignación. “Ah,” exclamó al fin de nuestra conversación, “¿qué sabe ese viejo tarugo?”—Y así se quedaron las cosas—no valía argüir con ella. Claro, en eso estábamos de acuerdo.


Era un poco intimidante cocinar enfrente de ella. Como era su costumbre, cuando olía algo entraba a la cocina. Un día, no mucho tiempo antes que ella muriera, yo estaba cocinando una carne de res asada de la olla al estilo francés. Y, quién vino pero mi mamá, levantando la tapadera para inspeccionar. Ansiosa para mostrarle que yo también tenía talento para la cocina, le dije cómo preparé la carne de res, cómo usé yerbas y condimentos las cuales ella nunca había visto, el vino que le eché a la olla, etc. Entonces, ella tomó un pedazo de res con sus dedos y le dio una mordida. Con una mirada desafiadora, y con una pequeña sonrisa auto-satisfecha me dijo a mi cara, “La mía es mejor que la tuya. Ni siquiera le pusiste chile.” Con una expresión felizmente decepcionada, le puso la tapadera a la olla. Aquella, que entró arrastrando los pies, ahora salió muy salerosa con un aire de un boxeador triunfante que, en el primer asalto, le dio unos trancazos a un competidor presuntuoso pero chupado. Por supuesto, ella tenía toda la razón. Realisé que era la hija sin talento de una magnifica cocinera. El que yo usara recetas e ingredientes elegantes no podía ocultar quién era La Verdadera Reina de la Cocina. Más tarde, para la cena, se acabó todo el plato que yo le había servido. Después me dijo de una manera disimulada, “Bueno, supongo que un día serás una buena cocinera. No tan buena como yo, claro. . . .” Ay, caramba— ¿no hay un elogio más grande que eso? Quizá se sintió obligada decírmelo porque me tuvo mucha, mucha, pero muchísima lástima.


Tristemente, se nos están muriendo nuestras madres y abuelas, las últimas de nuestras familias de inmigrantes que cocinaban con ingredientes frescos, sin tener que abrir latas, con la excepción de una lata de jitomates de vez en cuando. Aquella, que todos los días hacía de mano tortillas de maíz y harina. Que hacía los mejores moles y tamales del mundo. Que te forzaba a comer chiles y nopales hasta que aprendiste a comértelos con gusto. Que prefería morir antes de comer en Taco Bell. Cuya ambición en la vida era de ser una buena mamá—una cosa noble, no importa lo que diga la sociedad al contrario. Que te quería sin reservas y creía en ti. Que te ensenó a amar la música del Mariachi, nunca imaginando ese día, cuando una canción que a ella le gustaba cantar viene a la radio, que tus ojos estarán inundados de lágrimas.


Deberíamos haber aprendido más de ellas, y no tan solamente de la cocina.


Si tu mamá era como la mía y ya no la tienes, entonces has perdido un tesoro, y lo siento mucho. Para mí, el tenerla entre mis brazos por sólo una vez más, diciéndome que soy una terrible cocinera, sería una alegría deliciosa que jamás me perdería por nada en el mundo.


Mis deseos culinarios para ustedes:


A los de ustedes que descuidaron a sus madres durante su vejez porque estaban Demasiados Ocupados Haciendo Otras Cosas Más Importantes: mi sentido delicado de la buena educación no me permite elaborar, pero tiene que ver con un vaso de tequila brusco y corriente y tragándose el gusano (del pesar).


A los de ustedes que cuidaron a sus madres, especialmente en sus últimos días: que tengan puros recuerdos felices de ellas cuando se sientan a la mesa con sus familias, disfrutando de la comida deliciosa que ellas antes preparaban para ustedes. Que atesoren sus recetas y las dé a sus hijos como una herencia, y que ellos se las den a sus hijos. Que ellos los amen y los cuiden a ustedes con la misma devoción que ustedes les mostraron para con sus madres en su hora de necesidad.


Dedico esta entrada a mis lindas hermanas y a cierta amistad querida.




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