Friday, October 3, 2008

Si la mujer fuera un chile

Si el chile fuera una mujer, ¿quién sería? Nadie menos que La Doña, María Félix. La Gran Diva de la edad de oro del cine mexicano. La que inspiró a Agustín Lara, uno de los gran compositores de la música mexicana (ella es la María en la canción María Bonita). Pintada por Diego Rivera. Dueña de caballos de carrera. Coleccionista de esposos famosos y de joyería non plus ultra (según eso, entró al boutique de Cartier en Paris con un pequeño cocodrilo cuando mandó encargar este collar de oro en forma de dos cocodrilos, uno con esmeraldas, y el otro con diamantes amarillos), y por supuesto gran comedora de chiles. A María Félix se consideraba la más bella mujer mexicana (te doy el pésame, Salma Hayek). Celebrada en Europa y por todo el mundo, adorada en su propio país, especialmente por los caballeros (en este muy macho de países, quizás fue el amor a la primera vista cuando la vieron darle un cachetazo de los buenos a Pedro Armendáriz en la película Enamorada). Y los hizo sin tener que ir a Hollywood y sin tener que aprender el inglés. Nada de mal para una muchacha nacida en Sonora.

Enchilosa, inteligente, extravagante y hermosa. Me gusta pensar que se comía los chiles con el caviar.
Asando los chiles a la María Félix

Paso #1:
Sobre la estufa (A): Toma un par de tenazas y pon el chile sobre una llama de fuego hasta que la superficie del chile esté carbonizada por todos lados. Esta manera de hacerse es perfecta si solamente estás preparando uno o dos chiles.
Sobre la estufa (B): Pon los chiles sobre un sartén y sobre el fuego alto hasta que la superficie de cada chile esté carbonizada por todos lados.
En el horno: Prende la parilla a 500 grados Fahrenheit. Ahora pon papel de aluminio sobre una bandeja de metal y pon los chiles unos 5 a 7 pulgadas de distancia del fuego. Examina los chiles cada 5 minutos y voltéalos hasta que la superficie de cada chile esté carbonizada por todos lados.
Sobre la parilla (no hay foto): Pon los chiles sobre la parilla. Voltéalos hasta que la superficie de cada chile esté carbonizada por todos lados. Creo que los chiles salen más sabrosos cuando se asan de esta manera porque el humo les da un buen sabor.
Nota: Se trata de asar los chiles, no quemarlos a morir.

Paso #2:
Pon los chiles en una bosa de plástico y ciérrala bien. Después enróllala en una toalla. Allí los chiles se "cocinarán" por unos 30 minutos hasta que queden blanditos.
Paso #3:
Deteniendo cada chile por su "colita", muy cuidadosamente usa el revés de un cuchillo para raspar la piel de cada chile. Cuidado con las puntas de tus dedos o sentirás la quemazón. También puedes usar guantes de plástico para proteger tus manos. Si gustas puedes quitar las semillas y venas de los chiles para que no estén tan enchilosos.
A mi me gusta comerme los chiles tal como están con un poco de queso fresco.

Tuesday, August 12, 2008

Las tortillas de harina de la Dama de La Hacienda

(Ver hacia abajo para ver la receta--Tortillas de harina.)

La tortilla de harina ha llegado a ser la más reciente víctima de la corrección política, y estoy dependiendo de ti que la rescates de su destino insípido y triste. ¿El usar la grasa vegetal en vez de la manteca de puerco o de tocino de cerdo? Por favor, no. Te pregunto, ¿qué tienen de malo? Contrario a la opinión popular, ninguno es tan terrible. Si, son altas en grasas saturadas, pero desemejante de la mayoría de grasas vegetales, no contienen ni una iota de grasas ácidas trans—tú sabes, esos productos químicos y repugnantes que producen los radicales libres, que alternadamente causan el cáncer y nos hacen viejos y arrugados antes de nuestro tiempo. Es cierto, algunas grasas vegetales no contienen grasas ácidas trans, pero eso no quita el hecho que no tienen nada de sabor. Escúchame cuando te digo que tiene todo que ver con el sabor. Y, Doña Catalina nunca le hubiera puesto aceite parcialmente hidrogenado o fosfatos sabedequé en sus tortillas de harina.


Una mujer media imponente, nacida en Sonora, ella era la madre de una docena de hijos, ocho de ellos varones. Doña Cata hacía unas tortillas bien hermosas y perfectamente redondas. Sus tortillas siempre tenían pedacitos minúsculos de tocino y de carnitas que los hacía deleitables. No pienso que la mayor parte de sus tortillas llegaban a la mesa del comal (plancha) antes de que uno de sus muchachos arrebatara una, le ponía mantequilla, y se la comiera en tres mordidas.

Una vez, ella ofreció enseñarme cómo hacerlas, pero nunca acepté su oferta— muchacha mensa. Porque Doña Cata no era tan solamente buena para hacer tortillas; todo lo que cocinaba era realmente sabroso. ¿Rehusaría un artista pasar la tarde pintando con Picasso? Claro que no. Pero eso es lo que hice por decirlo así—algo de la cual me arrepiento de no haber hecho.

Si había algo que le hacía extremadamente feliz a Doña Cata era cuando tenía a todos sus hijos a la casa, con más de 25 nietos correteando por todos lados. Allí presidía como La Dama de la Hacienda, instruyendo a las mujeres jóvenes en cómo preparar los tamales. Nuestra asistencia era obligatoria, puesto que para ella la alimentación de los hombres y de los niños era cosa seria. Ella sabía mejor que nadie que la buena comida y los buenos ratos pasados entre la familia era esencial para el amor y la unidad.


Como una osa cuidando a sus cachorros, ella velaba sobre las actividades de su familia, exhortando, persuadiendo, y hasta a veces amenazando, cuando ella percibía que cualquier de sus hijos o nietos andaba en malos pasos—no importaba si eran adultos o no. ¿Qué le importaba los supuestos derechos de autodeterminación cuando el bienestar de uno de sus seres amados estaba en peligro? Ni siquiera un chile jalapeño. Sin parpadear, le dijo a David, un amigo de sus hijos menores, que valdría más que no se juntara con sus hijos porque él era mala compañía. Sus hijos andaban furiosos pero ella no se conmovió. También era especialmente vigilante cuando sus hijos traían a un novio o a una novia a casa.


Era un día bien caloroso del verano, cuando uno de ellos trajo a una muchacha a una fiesta donde todos los parientes estaban presentes. Era una muchacha con músculos grandes que se reía a carcajadas. Puso un pie sobre una banca mientras casi abría la tapadera de una botella de cerveza con los dientes, tomándosela con los hombres. Siempre una dama, Doña Cata, no dijo nada, pero se quedó mirándola con esos ojos verdes de la misma manera que un gato se queda mirando a un topo que no sospecha nada.


Después de una hora, su hijo llevó la muchacha a su casa. Cuando regresó, la primera cosa que le preguntó a su mamá era, “¿Cómo te pareció Fulanita?”

No me la vuelvas traer aquí a la casa. No la quiero ver.”

Caramba. Pero, ¿por qué no?”


Porque la correa de su brasier está sucia.”

Y nunca más vimos a esa muchacha, porque se fue al Cementerio de Elefantes Donde Van Las Ex Novias.

De repente se me ocurrió que por una razón u otra yo había ganado la entrada a un club exclusivo. Me casé con uno de sus hijos, y si yo no hubiera ganado la aprobación de esa mujer, bueno, no estuviera aquí ahora contándote su historia.

Ella esperaba, sí, exigía cosas grandes de sus hijos. No eran suficiente el tener las buenas calificaciones y mucha escuela. (“Si eres un tarugo sin escuela, eso es una cosa. Pero si eres un tarugo con escuela, no hay esperanza para ti,” dijo ella una vez.) Ella esperaba que sus hijos mostraran todas las cualidades que ella misma mostró toda su vida, cosas como la decencia, el honor, la fe en Dios, el trabajar duro, la generosidad, especialmente para con los pobres, la hospitalidad, la lealtad y el amor—para los amigos y los miembros de la familia, para los hijos, para el compañero o la compañera de la vida, para uno mismo. El valor en frente a la desaprobación. El respeto.

Ella y su esposo, Don Rafael, llevaron una vida tan auténtica como sus tortillas de harina. Eran personas simples, sin esos horrorosos “ingredientes artificiales”. No todos la querían—la gente mala la odiaba. Ella estaba muy bien con eso, porque, francamente, le daba igual.

Una noche, su nieta y su marido pasaron la noche con ella. Todos juntos cantaron las canciones de su juventud, las de Javier Solis y Miguel Aceves Mejilla. Después se fue a dormir, pero nunca despertó.

Donde está enterrada, sus hijos pusieron una placa de mármol que lleva el epitafio—Una Gran Mujer. Sí lo era.

Las tortillas de harina de la Dama de la Hacienda

(Haz clic aquí para ver la versión imprimible de esta receta.)

La primera cosa que tienes que hacer es guardar todas la manteca de puerco o de tocino y guardarlas en el refrigerador. Tienen que estar completamente sólidas, sin un poquito de agua. Es mejor usar la harina de la marca “Harina La Piña”, pero una harina blanqueada de una consistencia bien fina es aceptable. No uses un rodillo con agarraderas. Es mejor usar un rodillo sin agarraderas porque por una razón u otra trabaja mejor. Usa la palma de tus manos para hacer las bolas de masa para hacer las tortillas.

Los ingredientes:

3 tazas de harina

1 1/2 cucharadita de levadura en polvo

1/2 cucharadita de sal

1/2 taza de manteca de puerco, o de carnitas, o de tocino

2 tazas de agua hervida

Direcciones:

En un tazón grande, mezcla todos los ingredientes menos el agua. Usa tus dedos para incorporar la manteca. Agrega el agua poco a poquito y mezcla con la harina con una cuchara grande. Pon un poco de harina sobre una superficie plana y ponle la maza. Amásala hasta que ya no esté pegajosa. Ponle un poco mas de harina si es necesario. Ahora haz una bolas (entre más grandes las bolas, más grandes las tortillas). Pon las bolas en el tazón grande y espera unos 10 minutos.

Otra vez riega harina sobre la superficie plana . Aplasta las bolas con la palma de tu mano. Usando el rodillo, comienza del centro para fuera, y continúa la rotación hasta que estén tan gordas o tan delgaditas como quieras.


Ahora pon la tortillas sobre un comal (una plancha) mediano-caliente, y cocínalas hasta que aparecen bombitas, menos de un minuto. Voltea la tortilla al otro lado. Mantén calientitas las tortillas con una toalla hasta que estén listas para comer. Ponle un poco de mantequilla a tu tortilla y cométela en tres mordidas.

Friday, July 11, 2008

La salsa el color de una joya

Si el color Verde fuera un sabor, probaría como esta salsa color de peridoto que brilla como una joya hermosa. Jamás olvidarás lo que sentiste la primera vez cuando sus sabores simultáneamente llenaron tu boca con una sabrosidad fresca, un poco agridulce, y picante. Quizás la probaste en una sopa de albóndigas en una noche fría del invierno, o en un burrito de carnitas de carne de puerco, pero realmente no importa, porque esta salsa no tan solamente tocará tu paladar, pero tu misma alma—tu alma mexicana, que es la posesión de todos que les encanta la comida mexicana no importa dónde vivan en el mundo. Es un alma que abraza la felicidad y el dolor con el mismo ardor. Que le gusta la música alegre pero con las letras tristes.

Como el amor, esta salsa quebrará tu corazón en un millón de pedacitos de tomatillo y chiles y de cilantro—pero es un quebrantamiento dulce, uno de la cual que no querrás recuperate nunca. Que viva el amor de salsa de tomatillo.



La Salsa el Color de Una Joya

(Salsa verde de Tomatillo)

(Haz clic aquí para ver la versión imprimible de esta receta)

La salsa de tomatillo es una parte integral de la comida mexicana. Ponla en los tacos, los burritos, en caldos, en el guacamole, sobre tus huevos fritos y los frijoles. Se puede poner con casi todo.

Es muy fácil preparar la salsa verde de tomatillo. Puedes hacer poquito o mucho de salsa puesto que no es preciso tener medidas exactas. Simplemente sigue estas instrucciones.

Lo que necesitas:

Una olla pequeña, mediana o grande, dependiendo de cuánto vas a preparar.

Un cuchillo para picar

Una licuadora eléctrica; o, un molcajete; o, una licuadora manual

Ingredientes:

Tomatillos sin las cáscaras, cada una cortada en dos—Aproximadamente 5 o 6 tomatillos para un poco de salsa; 7 a 10 para un tamaño mediano; 11 o más para mucha salsa

Dientes de ajo frescos—1 o 2 para un poquito de salsa; 2 a 4 para un tamaño mediano; 4 o más para mucha salsa

1 a 4 chiles serranos frescos, bien picaditos

Cebolla verde picada a tu gusto

Cilantro fresco picado a tu gusto

Pon los tomatillos y el ajo en una olla. Ahora ponle un poco de agua, pero solamente a la mitad de los tomatillos (véase las fotos abajo). Ponlos a hervir y baja la lumbre a un fuego manso con la tapadera puesta. Cocínalos hasta que los tomatillos estén bien blanditos. No tires el agua. Ahora ponlos en la licuadora, o en el molcajete, o usa la licuadora manual para hacerlos puré. Échale los chiles serranos picados para que la salsa esté picante pero a tu gusto. Ponle la sal. Pon la salsa en un tazón. Deja que se enfríe un poquito y ponlo en el refrigerador hasta que esté frio. Luego ponle la cebolla verde y el cilantro.Pon el resto de los chiles serranos en un platito para que aquellos que quieren puedan ponerle más a su salsa. Disfruta de la sabrosidad.

Para variar. Ponle pedazos de aguacate a la salsa. O, ponle la salsa al aguacate. De todos modos tu paladar te dará las gracias.


Wednesday, July 2, 2008

Nada de arroz para El Cucuy

(Ver hacia abajo para ver la receta--Arroz a la mexicana.)

Era hijo de inmigrados que había logrado todas las ambiciones de su vida. Sin embargo, ignorando los consejos de su padre honrado pero pobre, usó cada ventaja de su educación y de su carisma—con un poco de intimidación y de tratos chuecos hechos en secreto, para enriquecer su bolcillo y ganarse la prominencia. Ella, cautivada por su elegancia y por la fuerza de su personalidad, se dejó llevar por él. Pero su madre vio algo en él detrás de ese exterior suave, algo más allá de aquella imagen muy bien cultivada del ciudadano recto: vio solamente la arrogancia y la rapacidad, que le causó olvidar la compasión y los bueno principios. En México cuando era joven, conoció a hombres que tenían la misma risa con la mirada de lobo. Se aprovechaban de las pequeñas vanidades de creadas y cocineras, echando piropos para atraerlas poco a poquito, hasta que como a los pajaritos, se hallaban atrapadas en una jaula de la desgracia y de la humillación. Tarde o temprano ese hombre tiraría a su preciosa hija como una basurita. Por favor, hija, no te vayas con ese cucuy de traje. “El Cucuy” se rió a carcajadas cuando oyó su nuevo apodo por la primera vez porque pensó que le quedaba tan bien como le quedaba la ropa de Armani. En cuanto a su hija, ya terca como una chiva, se fue sin decirle adiós.


No faltaba más, pensó él, esa santurrona creía que era hombre malo. Eso no le importaba nada. Él tenía toda la confianza que eventualmente se ganaría a la mamá tan seguramente como pudo seducir a la hija. Pero en realidad, el que una vieja, pobretona pero respetable, lo viera por los suelos le rizaba mucho su plumaje de pavo real. Cuando ya la tendría comiendo de sus manos la ensenaría cómo mostrar un poco de respeto.


Lástima para él que nunca tuvo esa oportunidad, porque la hija de la pobretona por fin comprendió que ella era solamente un juguete para un hombre que le hizo saber muy claramente que no la quería nada, más sólo para divertirlo hasta el día que ya estuviera aburrido de ella. ¿Para qué piensas en tu precioso honor ahorita? Deberías haber pensado en eso antes que la hipócrita de tu madre te vendiera como una vaca de exhibición, le dijo con una sonricita torcida y cruel.


El próximo día ella le respondió con su partida.


Con sus maletas en la cajuela de su coche, se fue al extremo sur de la ciudad. Un lugar polvoriento con taquerías, tianguis, y vendedores que alinean las calles vendiendo largos racimos de chiles Nuevo México. Un lugar donde la gente lavan sus coches enfrente de sus jardines bebiendo cervezas, no champaña, mientras escuchan la música Norteña y del “Old School” de los años 70. Era un lugar donde ella jamás quería volver.


Estacionándose enfrente de una casa vieja de ladrillo que tenía un jardín de rosas y nopales, se fijó que su madre había plantado jitomates y chiles. Pronto haría una salsa bien picante que nadie podría dejar de comer. Un viejo árbol de mezquite proveía la única sombre contra el calor desértico de Arizona. Dentro de la casa oscura el aire acondicionado andaba soplando, pero en la cocina estaba haciendo un calor de los que no se aguantan. Ella olió el mole colorado que su madre había preparado para ese día. Luego la vio, su pequeña figura redonda friendo arroz con cebolla y ajo en un sartén ancho. Su madre la oyó cuando vino entrando por la puerta, pero hizo de cuenta que no la veía hasta que estaba a su lado. No volteó para mirarla.


Lo dejaste.”


Sí.”


Ahora poniendo el jitomate molido al arroz, lo comenzó a freírlo hasta que estaba un poco quemado.


Ya sabes que a mí nunca me gustó ese hombre.”


Ya lo sé.”


Su madre no la miró ni siquiera una vez, pero continuó cocinando. Fue un error venir aquí. No quiere tener nada que ver conmigo, pensó ella. Su vestido apretado se sentía incomodo en el calor sofocante. Su lengua estaba hinchada de sed. Las dos quedaron en el silencio por un minuto o dos.


Supongo que te quieres quedar aquí.” Ésta no puede ser mi hija, pensó su madre cuando se fijó en los tacones altísimos que tenia puestos. Parece que salió de una telenovela.


Solamente si me dejas,” respondió con una humildad que contrastaba con su apariencia. “Pero aunque no me dejes regresar, jamás volveré a ese lugar.”


Su madre escuchó una dureza en su voz que la sorprendió y le hizo vacilar, pero no dijo ni media palabra mientras que echó el caldo de pollo al arroz. Arriba del ruido del liquido cayendo contra el sartén caliente, por fin su madre le exigió, “¿Y qué llevas en esas maletas—toda la basura que te regaló ese sinvergüenza?”


Nada, sólo mi dignidad,” le contestó escuchándose a sí misma como si fuera otra persona. “Sólo mi dignidad,” repitió como autómata. Realizó que aún andaba cargando sus maletas, agarrándolas tan apretadamente que le dolía los dedos y los brazos.


Finalmente su madre la miró a la cara por la primera vez desde que entró a la casa. Una sombra de pesar por haberle hablado tan bruscamente pasó sobre su rostro. Agachó la cabeza para limpiarse el sudor de la frente con la punta de su mandil. Cuando miró hacia arriba, encontró los ojos negros de su hija, tan parecidos a los de ella, y en ese instante hablaron en el lenguaje que sólo las madres e hijas pueden comprender—del alejamiento y de la reconciliación, del duelo y del perdón, de la desgracia y de la redención, de un amor que ningún hombre malo podía separar.


Mamá--.” Por fin dejó caer sus maletas al piso cuando le soltaron las lágrimas.


Hay muchas cosas que podemos aprender de nuestras mamás. Una de ellas es el poder identificar a un cucuy desde dos kilómetros. La otra es el aprender a cocinar el arroz a la mexicana para el día que lo prepares para alguien que de verdad le encanta tu comida—y a ti.


Arroz a la mexicana


(O, como hacer un arroz malo)


(Haz clic aquí para la versión imprimible de esta receta.)


Para hacer un arroz malo todo lo que necesitas es usar una olla o un sartén ligero de mala calidad con una tapadera floja. Pero, si quieres un buen arroz, usa una olla o un sartén ancho (preferido) y pesado de buena calidad con una tapadera bien ajustada. Enjuaga muchas veces el arroz hasta que el agua escurre bien claro. Sécalo con una toalla.


Lo que necesitas:


1 ½ taza de arroz blanco de grano largo


2/3 taza de cebolla tajada


Uno o dos dientes de ajo, picados


2 cucharadas de aceite


1 jitomate grande, el más jugoso que puedes encontrar; O, una lata de salsa de tomate de 8 oz.; O, 2 tomates de lata con su jugo


Orégano seco a tu gusto


Comino a tu gusto


2 ½ tazas de caldo de pollo


Sal a tu gusto




Corta los jitomates en pedazos y hazlos puré en la licuadora. Luego enjuaga el arroz según las instrucciones citadas arriba. Calienta la olla o el sartén sobre el fuego, y cuando ya esté caliente, ponle el aceite. Cuando el aceite está bien caliente, por no humeando, ponle el arroz. Fría el arroz sobre fuego mediano hasta que quede dorado. Luego ponle la cebolla y el ajo. Siga friendo hasta que la cebolla esté transparente. Ahora ponle el puré de jitomate.


Sigue friendo el puré de jitomate hasta que los lados del sartén se pongan de un color dorado (“quemado”). Échale el caldo de pollo y hazlo hervir. Ahora ponle la tapadera y baja la lumbre a un fuego manso y ponlo a cocinar por unos 25 minutos.


Si después de los 25 minutos, el arroz todavía no está listo, pero está un poco seco, échale un poquito de agua bien caliente y tápalo. Espera unos minutos.


Variedad: Ponle media taza de guisantes o de zanahorias cocidas cortadas en tajadas al arroz cuando le pones el caldo de pollo

Monday, June 2, 2008

Mi Jardin Salsero Para Mi Molcajete Con Cabecita de Puerco


(Ver hacia abajo para la Receta—Salsa Fresca.)

Este es mi molcajete con la cabecita de puerco, algo común en México, pero una novedad aquí en Los Estados Unidos. Hecho de piedra volcánica de basalto, y usado por los aztecas y los mayas desde la antigüedad, es una parte integral de la batería de la cocina mexicana.

Cuando he tenido invitados a casa y pongo mi molcajete sobre la mesa, mis amigos de habla inglés se ven un poco sorprendidos y hasta un poquito nerviosos. Una vez, un jovencito lo miró y me preguntó, “¿Tenemos que comernos la piedra?”

Claro que sí,” le respondí con una mirado muy sincera. “Yo siempre me la como con mi salsa.” Después le cerré un ojo a esa carita asustada. Los demás se rieron, pero sé que ellos tenían miedo que se tenían que comer la piedra también.

En inglés, la palabra para piedra es “rock”—como la música. Esta salsa no tiene piedras, pero, caramba, es un “rockero” de salsa.

Lo que producen el molcajete con su tejolote—la piedra para machucar--es una salsa fresca tan exquisita, especialmente si los jitomates son los más jugosos y dulces que puedes hallar. Ninguna licuadora puede duplicar ni el sabor ni la textura de una salsa hecha en un molcajete. Se machucan los ingredientes, no se cortan a navajas. Hasta el sabor, aunque sea sutil, es un poco diferente, porque lleva el sabor de la piedra (que tiene de ser bueno para la salud) y de salsas y especies que la cocinera ha hecho antes.

Hasta recientemente en estos últimos años, cada primavera me iba a los viveros buscando las mejores plantas y semillas para comenzar un “jardín salsero”. Compraba tierra especial y jaulas de alambre para sostener las plantas. Y me ponía a escarbar, a veces todo el día, las plantas de jitomates, las cebollas verdes (cebollinos), los chiles serranos y jalapeños, y el cilantro. Cuando venía el tiempo de cosecha en el verano, me ponía mi sombrero de paja para seleccionar de lo mejor para hacer mi salsa. Qué deleite era sentir los jitomates, rojos y calientitos cuando uno los tocaba, cada uno pareciéndose a gigantescas gemas de rubí.

Recomiendo que aquellos que se crearon en las ciudades o que se pasan casi todo el día trabajando adentro o sentados detrás de los escritorios, que se vayan al aire libre y que pongan un jardín salsero, aunque sea sólo en macetas. Así tendrán el placer que hasta ahora ellos nunca han tenido o que se han olvidado: la rica sensación de sentir la tierra oscura en las manos, con el sol a las espaldas, mirando crecer hermosas plantas que plantaste tú.


Qué orgulloso(a) te sentirás cuando compartes el fruto de tu labor con tus familiares e amigos. Casi todos agradecerán recibir este regalo delicioso que no viene todos los días. Y, aunque tu jardín salsero sea un fracaso, no fue una pérdida de tiempo. Habrás aprendido un respecto particular para nuestros antepasados, quienes sabían cómo hacer que la tierra brotara con comida para sostener a sus familias—a pesar de adversidades, La Revolución Mexicana, y la pobreza. Quizás esto cambiará para siempre tu perspectiva de la vida de una manera que nunca te imaginaste—que viviendo en el mundo de las ideas y solamente a través del cerebro no es la única manera de experimentar la vida. Y todo esto porque pusiste un jardincito para hacer una salsa fresca en un pequeño molcajete.


Salsa Fresca del Molcajete Con Cabecita de Puerco

Lo que necesitas:

Un molcajete con tejolote para machucar (puedes encontrarlos por la Red, en los mercados mexicanos, o ve a México y cómprate uno) Prepara el molcajete antes de usarlo: Lávalo bien si usar jabón. Cuando esté seco, machúcalo bien con arroz crudo.

Un cuchillo

Si no tienes un molcajete:

Un cuchillo para picar los vegetales


Un machucador de papas

Un tazón

Ingredientes:

2 jitomates medianos—directamente del jardín es lo más ideal, pero una pinta (0,473 litros) de jitomates de miniatura, como los tomatitos cherry o los tomatitos pera son perfectos también.


1 diente grande de ajo


1 chile serrano cortado a pedazos, pero bien picadito si no estás usando un molcajete. Quítale las semillas y las venas si no quieres que salga demasiada picosa la salsa. (A mí me gusta con semillas.)


1 o 2 cebollas verdes, bien picadas


Cilantro fresco, picado a tu gusto


Un chorrito de jugo de lima


Sal del mar a tu gusto


Aguacate picado

Corta los jitomates y el chile serrano en pedazos. Ponlos en el molcajete con el diente de ajo y machúcalos con el tejolote hasta que estén bien mezclados. Ahora ponle la cebolla verde, el cilantro y el aguacate. Ponle un chorrito de jugo de lima y un poco de sal.

Sin el molcajete: Corta los jitomates. Ahora toma el machucador de papas y machuca los jitomates con el chile serrano bien picado hasta que estén bien mezclados. Ponle la cebolla verde, el cilantro y el aguacate. Ponle un chorrito de jugo de lima y un poco de sal.

Sunday, May 11, 2008

La "fruta" musical--una confesion

(Ver hacia abajo para la RECETA, FRIJOLES REFRITOS.)

Por favor, no le pongas el queso Cheddar a mis frijoles refritos como a veces lo hacen aquí en los Estados Unidos. No es que no me gusta el Cheddar, pero, ¿le pondrías chile al Beef Wellington? Entonces, ¿por qué ponerle un queso angloamericano a mis frijoles mexicanos?



Créeme cuando te digo que verás a los frijoles refritos de nueva luz cuando les pones quesos mexicanos auténticos. Toma por ejemplo el queso Cotija—un queso blanco, salado, que se desmigaja con facilidad, y que es francamente, apestoso a calcetines sucios. (¿Y te dije que es delicioso? Cómo lo detestaba de niña—pero ahora me encanta--ay, ay, ay, ¿qué estaba pensando?) Cuando se combina con frijoles bien cremosos, se complementan de una manera tan perfecta que te olvidarás del Cheddar. Si el queso Cotija no te llama la atención, no os preocupéis. Hay otros quesos mexicanos que deleitarán tu paladar. (Será el tema para otra entrada en esta bitácora.) Te darás cuenta porqué a tantas personas les encanta los frijoles aunque tengan la vitamina P-2.



Ya que estamos hablando de los frijoles, ¿cómo podemos prepararlos sin que esta “fruta musical” nos haga sonar una nota flatulenta, aunque huelan a rosas? Algunos dicen que es bueno de dejarlos remojar durante la noche y echar para fuera el agua y recomenzar con agua fresca, pero no creo que es buena idea. Se les va el sabor y ese lindo color café-rojizo. Otros dicen que es bueno ponerle una cucharada de bicarbonato de soda al agua, pero nunca lo he comprobado para mí misma.


Sin embargo, hay algunos, especialmente los del género masculino, que les encanta los frijoles por su “musicalidad”. No están satisfechos de exhibir sus talentos cuando están solos. Algunos tíos quieren impartir este amor a la próxima generación. Con toda la confianza de un director de orquesta que agita su bastón, el tío le dice a un sobrinito que no sospecha nada, “Ven, Estebanito, hala mi dedo.” Sale una explosión que lo hace uno pensar en trompetazos que anuncian la llegada del torero cuando entra en la plaza de toros. Cambiará para siempre la vida de ese muchachito—y también el olor de la casa.


Claro, siendo humanos, es inevitable que de vez en cuando suceda un “accidente”, especialmente cuando todos están comiendo frijoles juntos, como en una fiesta familiar. Si esto te pasa a ti, y tu cuñado te acusa de haber contaminado la atmósfera, simplemente haz esto: Con una ceja parada y una mirada enojada, haz de cuenta que dañó irrevocablemente a tu delicadísimo sentido de dignidad femenina. Y, con un profundo suspiro, voltea sin responder a su comento maloliente. Todos pensarán que fue él que impurificó el aire y no tú. Ahora puedes sonreírte si sólo ti misma. No tienes que confesar tu pecado a nadie, ciertamente no a ese pedito de cuñado.


Frijoles Refritos Musicales

Lo que necesitas:

Frijoles ya cocidos (Ver la entrada previa, "El no saber ni un frijol . . .")

Una olla o un sartén del tamaño que necesitas

Manteca de puerco o de tocino, o aceite vegetal, preferiblemente de maíz


Una cuchara con ranuras (“espumadera”)


Un machucador de papas


Sal a tu gusto


Pon la olla o el sartén sobre un fuego mediano, y calienta 2 o 3 cucharadas o más de manteca o de aceite, dependiendo de tu gusto o si estás cocinando para una tribu. Usando la espumadera toma los frijoles y ponlos en la olla o sartén. Luego, toma el machucador de papas, y machuca los frijoles hasta que estén de la consistencia que a ti te gusta. A alguna gente les gusta que estén bien machucados y espesos, a otros solamente un poquito—tu puedes elegir cómo te gusta a ti. Si están demasiado espesos para tu gusto, échale un poco del caldo de los frijoles. (Para variar: ponle un poco de leche a los frijoles al estilo Sonora. Machúcalos pero retebien como decimos los mexicanos.)


Pon los frijoles refritos en un plato grande. Ahora ponle tu queso favorito aunque sea ese mentado Cheddar. Goza de los frijoles y disfruta de la “música”.


Saturday, April 5, 2008

El no saber ni un frijol . . . una historia de amor


Esta entrada la dedico a todos mis amigos del presente y del pasado que han fallecido.


Los he querido a todos.



(Para LA RECETA--FRIJOLES DE LA OLLA, por favor desplace bien hacia abajo. Haz clic sobre las palabras azules para ver un video)


Hacia muchos años, en el México del ayer, había una joven campesina, que bajó de su ranchito para trabajar como cocinera para unas cotorras ricas del pueblo. Allí en una cocina cubierta con azulejos azules de talavera, junto a una estufa que quemaba leña, guisaba platillos encantadores: ningún rojo atardecer podía comparar con el color de su mole, sus tortillas hechas a mano eran doradas como el sol azteca. Y, qué se podía decir de sus frijoles, sino que eran el color café rojizo de la tierra de México y así de deliciosos. Qué lástima que casi nadie se fijaba en ella, ni le hablaban siquiera, porque era chiquita y prieta, porque venía del rancho, porque era pobre.


En una noche de primavera hubo un baile. La luna colgaba en el cielo como una tortilla sonorense, tan blanca y luminosa, que casi no necesitaron alumbrar la plaza. Vino una banda norteña con los acordeones y los tamborazos, los mariachis con el harpa, los violines y trompetas, y la gente con ganas de bailar. Las muchachas de ese pueblo, altas, algunas enchilosas, otras cremosas, todas guapas, pronto encontraron pareja. La cocinera se quedó mirándolas desde la calle donde vendía tacos de frijoles. Qué lindas se veían con sus vestidos de encaje hechos de seda los colores de las salsas de chile colorado y de tomatillo verde, con sus botas de gamuza—mientras ella llevaba un vestido ya viejo de algodón con un par de huaraches. Su único adorno, un listón colorado que llevaba en la trenza.


A poca distancia ella vio entrar un hombre montado sobre un caballo negro. Era un charro grandote con un traje de charro blanco con botonadura de plata, elegante y bigotón. Cuando se bajo de su silla, se le rodearon las bellezas, pero les hizo poco caso porque tenía mucha hambre. Caramba, ya se habían ido casi todos los que vendían comida, pero se acercó a la cocinerita y le preguntó:


--¿Qué tiene para comer?


--Sólo unos frijoles con tortillas y un poco de chile.


--Sírveme entonces, dijo él.


Cuando mordió el taco de frijoles se quedó maravillado--ay chihuahua, jamás había probado unos frijoles tan sabrosísimos. Se tragó el taco y por una razón le dio ganas de bailar, y viendo que la cocinerita estaba mirando a los bailarines y cantando a la música con una voz bonita, se acercó a la cocinerita y le dijo:


--Señorita, ¿no le gustaría bailar conmigo?


La pequeña cocinera le volteo la cara, porque sintió tanta timidez que quería hundir la cara en su rebozo. Por un instante el charro pensó que le iba a decir que no, pero sin decir nada ella puso su manita en la de él.


Durante la danza el charro sintió algo que jamás había sentido. Esta mujercita olía a rosas y a canela, chiles y especies, y algo más, aunque no sabía qué. Era algo que le recordaba de la casa de sus padres y de tiempos felices con sus hermanos y hermanas cuando todos estaban juntos. Sintió que una ada se había montado sobre su hombro y lo llevaba de la mano volando a un mundo raro que existía solamente en la imaginación. Había conocido a otras mujeres, pero ya se aburrió con los encantos y los piropos falsos. Pero ésta, con sus ojos negros y su tez morena, era exquisitamente primorosa en toda su sencillez. Y para la cocinera, ya no le tenía miedo a este extraño alto y formal. Sintió que la comprendía, sin palabras, sin explicaciones. Para los dos el tiempo se paró y solamente existían ellos en el mundo. Cuando por fin bajaron de ese sueño, casi todo el pueblo ya se había ido a su casa.


Bajo la luz de esa luna sonorense, mientras dormía el pueblo, el charro la llevó a su casa, montada sobre su gran caballo negro, mientras él caminaba a su lado. Llegando a la puerta, él se quitó el sombrero, y besándole la mano se despidió de ella. Ella no le respondió ni lo miró en a su cara, pero hubo alguien en esa casa que no durmió en toda la noche.


La próxima mañana, en la puerta encontró un ramillete de alcatraces que llevaba una nota que decía, “Ay, chaparrita linda. No sé lo qué me hiciste, pero anoche te soñé a ti y a tus tacos de frijoles. Vámonos casando.”


Me quiere solamente por los tacos, pensó ella, y con eso se puso los moños, resolviendo tener nada que ver con él. Pero al charro no le importó su desdén, porque siguió persiguiéndola, y rogando, y rogándole aún más. Jamás se había visto a un hombre tan muerto de amor. La gente del pueblo se sacudía la cabeza. Siendo tan alto y formidable, ¿por qué carajos se dejo embrujar por una chaparrilla de cocinera que casi nunca hablaba? ¿Qué veneno, se preguntaron, le echó ella a la comida? Porque la cocinerita le ponía veneno a todo lo que cocinaba, el más mortífero de todos—el amor.


Cuando el jazmín florecido brinda su fragancia dulce y espesa al aire, y las constelaciones del cielo cuelgan como racimos de uvas a través del firmamento estrellado, así fue aquella noche cuando vino el charro con su serenata y la música de su pasión, de la esperanza perdida, del amor desesperado. Escuchando esas melodías tan bonitas desde su cuartito, la cocinerita ya no pudo más negar lo que sentía en el corazón. Prendió una vela y abriendo su ventana desde arriba, dejo caer al suelo el listón colorado que llevaba entrenzado en su cabello negro.


Se casaron la cocinerita chiquita y el charro grandote. Se decía que se fueron de México para el Pueblo de Nuestra Señora de Los Ángeles donde abrieron un restaurante cerca de la plaza donde todavía tocan los mariachis. Allí preparaba los platillos más encantadores—un mole el color de un rojo atardecer, las tortillas del sol azteca, y, qué se podía decir de sus frijoles, sino que eran el color café rojizo de la tierra de México. Lo nombraron “Mi Rancherita”. Y se amaron y cocinaron juntos por toda la vida.

Bueno, ya puedes dejar de suspirar (o de voltear los ojos), porque ya que tengo tu atención, hay algo que te tengo que decir: me pesa mucho tener que informarte, pero hay algunas Señoritas que no saben ni un frijol . . . cómo cocinar los frijoles. Ay, ay, ay, amiga mía, eso no está bien. Quizás eres experta en el alto comercio o eres buena para mandar los criminales a la prisión, pero, ¿crees que a tu abuelita le va a importar eso? le importará mucho cuando traes a la fiesta unos frijoles horrorosos el color café-gris como los ratones del campo. Y, tú no quieres arruinar la fiesta, ¿no? Y, ¿qué es una fiesta mexicana sin frijoles?


Inspírate a cocinar frijoles como nuestra pequeña cocinerita, y échale un poco de ese veneno especial--porque nunca sabes cuándo te encontrarás con tu propio charro alto, formal y hambriento.




Los frijoles de la olla de la Rancherita


Lo que necesitas:


Frijoles Pintos


Agua


Ajo y cebolla blanca


Sal de mar


Una olla grande, mediana o pequeña, dependiendo de la cantidad de frijoles.


Como escribí en mi última entrada, no es preciso usar medidas exactas, especialmente cuando estás cocinando frijoles. Puedes cocinar muchos o poquitos, simplemente sigue estas instrucciones:


1. Los frijoles tienen are ser frescos y limpios. ¡No uses frijoles viejos y arrugados ni frijoles sucios!


2. Usa mucho agua con por lo menos 2 pulgadas (o, 6 cm) de agua más arriba de los frijoles cuando están en la olla. Usa aún más agua si estas usando una olla eléctrica que cocina lentamente (en inglés, slowcooker), y no vas a estar en casa casi todo el día. No querrás regresar a casa y encontrar los frijoles secos, o peor, quemados, oliendo a--¡uf!—peditos.


3. Ponle 2 o más dientes de ajo y la mitad de la cebolla y sal a tu gusto. (Ponle más si estás cocinando para una tribu.)


4. Pon los frijoles a hervir. Luego reduzca a fuego lento y ponle la tapadera. Para que no se derramen cuando se están cocinando, deja un poco de espacio para que se escape el vapor.


5. De vez en cuando mira a los frijoles. Si les falta agua, ponle solamente agua bien caliente. Si le pones agua fría, se tomarán más tiempo para cocinar y se harán ese color café-gris horroroso.


6. No dejes que se enfríen por la misma razón citada arriba.


7. Sigue cocinándolos hasta que estén bien tiernos y de un color café rojizo. El más tiempo que se duran cocinando, lo más bonito y deliciosos se pondrán. Continúa cocinándolos bajo fuego lento hasta que ya estés lista para comértelos así como están o si los preparas de otra manera (refritos, etc.)

8. No olvides de sacar el ajo y la cebolla de la olla.




A mí me encanta el caldo de frijoles con un poco de cebolla verde con cilantro, salsa o jalapeños, con un poco de aguacate cortado en pedazos. Con una tortilla de maíz es simplemente delicioso.